
Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos:
– ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos respondieron:
– Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas. Él les dijo:
– Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro dijo:
– Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió:
– Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos y todo lo que desatares sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos.
Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo. (Mateo 16, 13-20)
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Pedro goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.
(Pintura: La entrega de las llaves. RAFAEL, Sanzio de Urbino, Museo Victoria y Alberto. Londres