
Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo Jesús, creyeron en Él.
Algunos de los judíos fueron a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Entonces los pontífices y los fariseos convocaron el Sanedrín y decían:
– ¿Qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos milagros? Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar y nuestra nación.
Uno de ellos, Caifás, que era Sumo Pontífice aquel año, les dijo:
– Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación. Pero esto no lo decía por si mismo, sino que, siendo Sumo Pontífice aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, desde aquel día decidieron darle muerte. Entonces Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que se marchó de allí a una región cercana al desierto, a la ciudad llamada Efraín, donde se quedó con sus discípulos.
Estaba próxima la Pascua de los judíos y muchos subieron de aquella región a Jerusalén antes de la Pascua para purificarse. Los que estaban en el Templo buscaban a Jesús y se decían unos a otros:
– ¿Qué os parece, acaso vendrá a la fiesta? Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba, lo denunciase, con el fin de prenderlo. (Juan 11, 45-57).
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Ante el milagro de la resurrección de Lázaro unos creen en Él y otros le denuncian a sus enemigos. Estas actitudes diversas confirman lo dicho en la parábola del rico Epulón: «Tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite».
(Pintura: Cristo en casa de Marta y María. VELÁZQUEZ, Diego Rodríguez de Silva y. Galería Nacional. Londres).