Lección de Décimo mandamiento: no codiciarás los bienes ajenos

El estado de inocencia en el que fue creado el hombre suponía la mente sometida a Dios, las potencias inferiores a la razón y el cuerpo al alma. El pecado trastornó esa armonía privilegiada y se desataron las pasiones, produciendo un conflicto interior de desorden y tensión; también en el uso de los bienes materiales que el hombre necesita para subsistir y desarrollar su vida en la tierra. Y con frecuencia el hombre pierde la conciencia de su dignidad; lo que debía ser equilibrio se convierte en desenfreno. Olvida que él vale más que las cosas, y se pega a las cosas -no se contenta con lo necesario y suficiente-, dando lugar a la codicia, que degrada a la persona.

    La avaricia se explica en el pagano, que no tiene otra esperanza que los bienes caducos; pero no tiene sentido en el cristiano, que vuela con su esperanza teologal más allá del tiempo y de las cosas efímeras de este mundo. La meta del cristiano es Dios y la gloria del cielo; no se contenta con menos. Como la avaricia se traduce tantas veces en el robo y usurpación de los bienes del prójimo, este precepto trata de ordenar la raíz interior de esos pecados y prohíbe codiciar los bienes ajenos.

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