
Junto con ellos entró en el Templo un anciano muy bueno que se llamaba Simeón, a quien Dios había prometido que no moriría sin haber visto antes al Salvador.
Cuando Simeón vio a Jesús lo reconoció al instante como el Salvador. Lo tomó en sus brazos y dijo: ¡Dios mío, ahora he visto con mis ojos al Salvador, ya puedo morir en paz! Este niño es la luz que iluminará al mundo y será la gloria del pueblo de Israel.
Luego dijo a María que una espada traspasaría su alma, es decir, que sufriría mucho a causa de este niño.