
La verdad fundamental de nuestra fe cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. Este misterio -que, por ser nosotros limitados, no podemos nunca comprender- nos enseña que en Dios hay tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Las tres personas son Dios, las tres son eternas, las tres omnipotentes, pero hay un solo Dios.
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Sanísima Trinidad y profesamos su divinidad cuando rezamos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y el Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria«. Hemos de creer, pues, en Dios Espíritu Santo.
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo realizan la salvación
Sabemos que Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se hizo hombre y murió por nosotros. Con su vida, muerte y resurrección, los hombres hemos sido salvados. Pero en nuestra salvación intervienen las tres divinas Personas: el Padre, que envió a su Hijo; el Hijo que murió por nosotros; el Espíritu Santo, que vino el día de Pentecostés para ser como el alma de la Iglesia y habitar en cada uno de nosotros.
El Espíritu Santo nos santifica
Hemos dicho que hay un solo Dios; por tanto, todas las cosas que Dios hace, las hacen las tres divinas Personas. Sin embargo, unas cosas se atribuyen al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu Santo. Así, unas veces decimos que Dios Padre es Creador del mundo, porque es obra de la omnipotencia divina y el poder se atribuye al Padre, aunque el mundo lo crearon también el Hijo y el Espíritu Santo. Si se considera la Redención, su realización fue obre del Hijo encarnado. Al Espíritu Santo, que procede del amor del Padre y el Hijo, se apropia particularmente la santificación de los hombres, aunque la santificación es obra de toda la Trinidad.
El Espíritu Santo y la Iglesia
Tal como Cristo había prometido, el día de Pentecostés -diez días después de la ascensión al cielo y cincuenta días después de su resurrección- el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y discípulos, que estaban reunidos en el Cenáculo con la Santísima Virgen. Con la venida del Espíritu Santo, la Iglesia se abría a las naciones. El Espíritu Santo, que Cristo derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a su Iglesia.
El Espíritu Santo santifica principalmente por los sacramentos
La santificación que el Espíritu Santo obra en nosotros consiste en unirnos cada vez más con Dios; pero, para que pueda lograrlo, hemos de dejarle actuar en nuestra alma. ¿De qué manera?
– Viviendo siempre en gracia de Dios: entonces somos templos del Espíritu Santo, como dice San Pablo, que está dentro de nuestra alma y nos va santificando.
– Por eso hay que recibir los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía. Con la Penitencia recuperamos la gracia santificante -si la hemos perdido-, y además nos fortalece. Con la Eucaristía, el alma se alimenta, y se desarrolla la vida sobrenatural (gracia, virtudes y dones del Espíritu Santo).
– Además hay que escuchar lo que Él nos dice: el Espíritu Santo enseña por medio de los Pastores de la Iglesia e inspira interiormente lo que Dios quiere y espera de nosotros. Cuando somos dóciles a sus inspiraciones, somos mejores y nos santificamos.