
El octavo mandamiento de la Ley de Dios dice: No dirás falso testimonio ni mentirás.
Decir falso testimonio es declarar en un juicio algo que no es verdad y perjudica al prójimo.
Mentir es decir lo contrario de lo que se piensa, con intención de engañar.
Jesús nos enseña a decir siempre la verdad. El Sumo Sacerdote le preguntó: «Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios? y Jesús respondió: Yo soy.» (Marcos 14, 61-62). Confesó la verdad, aunque por decirla sufrió tantos ultrajes (maltratos y desprecios) y la muerte.
En otra ocasión dijo Jesús: «Sea vuestro hablar: si, si, o no, no. Lo que excede de esto viene del Maligno.» (Mateo 5,37). Hay que imitar a Jesús, que nunca mintió.
El hombre es por naturaleza un ser social, y eso obliga a ser sinceros: con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Sin verdad, no es posible la buena convivencia entre los hombres. Igual que nos gusta que nos digan la verdad y no nos engañen, debemos ser siempre sinceros. El mentiroso acaba perdiendo la amistad y la confianza de los que lo rodean. El humos popular ridiculiza la vergüenza de la mentira: antes se coge al mentiroso que al cojo.