
El profeta Elías era de elevada estatura, con cabello y barba hirsutos. Un día se presentó ante el rey Acab y con gran valentía le habló: «Vive Yavé, Dios de Israel, a quien sirvo, que no habrá en estos años ni rocío ni lluvia sino por mi palabra». Y es que el rey Acab había matado a todos los sacerdotes del Señor.
Elías desapareció y fue a ocultarse a una cueva. Milagrosamente le traían los cuervos comida y bebía agua de un arroyo cercano a la cueva.
Jezabel, esposa del rey, odiaba al profeta, deseaba su muerte. El rey mandó detener a Elías, pero no lo encontraron.
Como no llovía, empezó una terrible sequía. Las plantas se secaron y comenzó a reinar el hambre por aquella región. Las palabras del profeta empezaron a cumplirse.
Pasaron tres años y por orden del Señor se presentó el profeta Elías ante el rey. Este le dijo: «tienes alborotado a Israel». El profeta le contestó: «Yo no soy el que ha alborotado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, que habéis despreciado los mandamientos del Señor y seguido a los Baales». El rey se acobardó ante el valor de aquel hombre. Elías le dijo: «Junta al pueblo de Israel en el monte Carmelo y a los cuatrocientos profetas de Baal y a los cuatrocientos de Jezabel». El rey obedeció. Elías, a la vista de todos ordenó que se matara un buey para sacrificarlo sobre la leña y sin fuego y que invocaran primero los sacerdotes de Baal a su dios pidiendo fuego para el sacrificio, y el profeta dijo: «Yo Invocaré el nombre de mí Señor. Aquel quien hubiera escuchado enviando el fuego, sea tenido por el verdadero Dios».
Los falsos profetas invocaron a su dios Baal durante todo el día y no consiguieron el fuego. Ellas entonces mandó construir un altar, colocó en él el buey descuartizado, derramó doce cántaros de agua sobre la leña y levantó los brazos al Cielo, invocó a Dios pidiendo su ayuda. De repente, bajó fuego del Cielo y destruyó el buey y la leña húmeda, las piedras y consumió toda el agua. Admirados todos de aquel prodigio, exclamaron: -¡Yavé es Dios, Yavé es Dios! «
Mandó Ellas que todos los falsos profetas fueran degollados. Y así se hizo.
Pero la lluvia faltaba. Y el día era espléndido y caluroso y el sol brillaba con toda su fuerza. Ellas dijo al rey Acab: «Sube a comer y a beber, porque ya suena gran ruido de lluvia»
Elías subió a la cumbre del monte Carmelo y se postró en tierra, poniendo el rostro entre las rodillas. Necesitaba orar a Dios. Una de las veces le dijo su criado: «Veo una nubecilla como la palma de la mano». En esto, se cubrió el cielo de nubes, sopló el viento y empezó a caer la lluvia en gran abundancia.
La oración del profeta Elías había sido escuchada. Y Dios libró a aquella región de la terrible sequía que padecían sus habitantes.
Por Gabriel Marañón Baigorrí