
El sacrificio eucarístico o santa Misa es -a la vez e inseparablemente- memorial sacrificial que perpetúa el sacrificio de la cruz ofrecido al Padre, y banquete sagrado de comunión en el Cuerpo y Sangre del Señor; la celebración eucarística está también orientada a la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros. Cristo, pues, se ofrece al Padre y se da a los hombres.
Jesucristo instituyó la Eucaristía como alimento de nuestras almas
Jesús prometió a los Apóstoles en Cafarnaún que daría a comer su carne para vida del mundo y prenda de vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida: el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Juan 6,54-56).
En la última Cena se cumplió la promesa y el Señor instituyó la Eucaristía: «Tomad y comed; esto es mi Cuerpo» (Mateo 26,26). Es la afirmación clara de que el cuerpo de Señor está en la Eucaristía realmente y se nos da como alimento.
Los frutos de la comunión
La comunión sustenta la vida espiritual de modo parecido a como el alimento material mantiene la vida del cuerpo. En concreto podemos señalar estos frutos de la comunión sacramental:
– Acrecienta la unión con Cristo, realmente presente en el sacramento.
– Aumenta la gracia y virtudes en quien comulga dignamente.
– Nos aparta del pecado: purifica de los pecados veniales, de las faltas y negligencias, porque enciende la caridad.
– Fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo.
– Cristo nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria futura.