Jesucristo, que dice la verdad sin que pueda engañarse ni engañarnos porque es Dios, nos habló de la existencia del infierno en muchos lugares del Evangelio. Al revelar el misterio del juicio final se manifiesta la sentencia que el Juez dictará sobre los malvados, situados a su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles«. Y concluye: «E irán al suplicio eterno» (Mateo 25,41.46) Otros pasajes con esta enseñanza son la cizaña que será arrojada al fuego (cfr. Mateo 13,40-42; los peces malos será arrojados fuera ( cfr. Mateo 13,47-48); quien no lleve vestidura nupcial será echado a las tinieblas exteriores (cfr. Mateo 22,13); la vírgenes necias no entrarán (cfr. Mateo 25, 1-13); el siervo inútil será arrojado de la casa del señor (cfr. Lucas 16,1-8), etc.
Si nos ponemos a pensar, veremos que el infierno existe porque Dios es justo; y teniendo que premiar a los hombres que libremente han hecho el bien, tiene que castigar a los que libremente han hecho el mal.
En el infierno no hay ningún descanso y no se termina nunca de sufrir porque es eterno. Lo dijo el Señor: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mateo 25,41). La existencia del infierno y la eternidad de sus penas son una verdad de fe que debemos creer firmemente.

Al infierno van los que mueren en pecado mortal
En el momento del juicio, el Señor condena a los malos al infierno. ¿Quiénes son esos malos que van al infierno? San Pablo enumera las obras de la carne: fornicación, lujuria, idolatría, enemistades, envidias, homicidios…, y afirma: «Los que hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios» (Gálatas 5,19-21). En definitiva, son todos los que al morir tienen el alma manchada por el pecado mortal.
Hay que ayudar a los demás a ganar el cielo y evitar el infierno
El cielo es sin duda lo único que da sentido a la vida del hombre; no ir al cielo es haber fracasado rotundamente. Pero, como hemos dicho, sólo pueden entrar en él los que mueren en gracia de Dios. Y quizá hay junto a nosotros personas que no se dan cuenta de esto, viviendo apartados totalmente de Dios, con el grave peligro de perderlo para siempre.
Esto nos debe remover interiormente para hacer mucho apostolado y conseguir que todos los hombres se salven. Hemos de rezar, ofrecer pequeñas mortificaciones, vivir ejemplarmente nuestra vocación cristiana, hablar a los demás de Dios. Dios premia la generosidad, y tendremos el gozo de encontrarnos en el cielo con esas almas a las que hemos ayudado en la tierra.
El «Amén» final del Credo
El Credo, como el último libro de la Biblia, se termina con la palabra hebrea Amén, que finaliza normalmente las oraciones. Esta palabra pertenece a la misma raíz que la palabra creer, en hebreo. Así, pues, el Amén final del Credo recoge y confirma su primera palabra «Creo». Creer es decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él.