Lección de La avaricia, raíz de todos los males

Para contrarrestar la avaricia de los amadores de este mundo, escribe San Pablo: «Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él. En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estamos con eso contentos. Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores» (1 Timoteo 6,7-10).

    La lección de sensatez del Apóstol no significa que no haya que desarrollar -con el ingenio y el trabajo- las posibilidades económicas que ayudan a ejercer la libertad y a promover la familia -y también a promover el bienestar  de los demás suscitando empresas, riqueza y trabajo, en beneficio de los conciudadanos-; significa sólo que el hombre no puede esclavizarse sometiéndose a bienes efímeros, porque él es más y vale más. Y, por supuesto, que la codicia y envidia de bienes ajenos, que conduce a la apropiación ilegítima de lo que no es suyo, debe ser combatida y dominada.

Conformidad con lo que Dios nos da

   El corazón se identifica con lo que ama, y, si ama irrefrenadamente bienes materiales, se hace materia -cosa-,  reduciendo sus aspiraciones al poco bienestar material de algunos años, no exentos de zozobra e inquietud ante los riesgos. Al contrario, la conformidad con los bienes y riquezas que Dios da -y con los que honradamente se pueden adquirir- hace feliz; la codicia y la envidia de lo que no se posee es lo que no hace feliz a nadie. Y si el deseo de tener bienes y luchar por conseguirlos con medios lícitos y fin honesto, es bueno y agrada a Dios, el deseo desordenado o codicia le ofende, lo mismo que degrada al hombre.

Qué prohíbe el décimo mandamiento

   El décimo mandamiento prohíbe la avaricia o deseo desordenado de riquezas, y también el deseo de cometer una injusticia que dañaría al prójimo en sus bienes temporales.

    Prohíbe además la envidia o tristeza que produce el bien del prójimo, con deseo desordenado de poseerlo y apropiárselo aunque sea de forma indebida. De esta envidia -que suele proceder del orgullo- nacen el odio, la maledicencia y la calumnia. Es preciso combatir un  pecado capital del que nacen tantos males, y se consigue con la benevolencia, la humildad y el abandono en la providencia de Dios.

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