Lección de Moralidad de las pasiones

En el ser humano anida una serie de impulsos, tendencias, afectos y sentimientos que se conocen con el término «pasiones», reconocidas como fuerzas que Dios ha puesto en la naturaleza y que nos mueven a obrar. Consiguientemente al pecado esas fuerzas están desordenadas y provocan tensión en el hombre, pero es indudable su utilidad si se logra controlarlas. Son como el agua embalsada: represada y encauzada es fuente de vida y de energía; si se rompe la presa, provoca la catástrofe.

    El amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la ira, son las pasiones principales. Las pasiones de por sí no son buenas ni malas, pero lo son en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad e impulsan a obrar el bien o el mal. Luego las pasiones son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y son moralmente malas si empujan a obrar el mal. Las pasiones pueden ser asumidas en las virtudes o pervertidas en los vicios.

Actuar siempre de cara a Dios

    No es fácil dominar las pasiones sometiéndolas a la razón con una libertad fuerte y ordenada, pero es necesario si queremos vivir con la dignidad que comporta la condición humana y sobre todo la dignidad de cristianos, que se saben hijos de Dios. Hace falta querer y luchar, y se necesita ante todo la gracia de Dios, que el Espíritu Santo proporciona en abundancia a los que la piden. Así es posible conseguir que nuestro comportamiento -los actos todos- sea bueno porque el objeto, el fin y las circunstancias sean buenos, a pesar de las pasiones; o mejor, dominando las pasiones y no dejándonos arrastrar por ellas.

    Una recomendación de San Agustín -recogida en el Concilio de Trento- nos puede alentar en la lucha contra las pasiones para aprovecharlas en la dirección de la Providencia: «Dios no manda cosas imposibles sino que, cuando manda algo, te advierte que hagas lo que puedas, que pidas lo que no puedas, y te ayudará para que puedas».

    Entonces el Espíritu Santo ayuda para que todo nuestro ser -incluidos dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y pasión de Cristo- sean para Dios. Cuando se vive en Cristo, los sentimientos humanos pueden alcanzar su consumación en la caridad.

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