
El hombre nace con el pecado original, privado de la gracia; y aunque este pecado se perdona por el bautismo, permanece la inclinación desordenada de la concupiscencia. La voluntad se halla debilitada, y oscurecida la inteligencia; además, el mundo busca seducirnos con sus bienes engañosos, y el demonio nos tienta. A estas instigaciones diversas que empujan al mal -desde dentro y desde fuera del hombre- las llamamos tentaciones.
Podemos resistir a las tentaciones
Dios permite la tentación para probarnos. Jesucristo mismo quiso ser tentado por el demonio, pero Él lo rechazó: «Apártate, Satanás…» (Mateo 4,10). Con la gracia de Dios siempre podemos vencer la tentación.
Cuando llega, debemos orar y resistir: orar siguiendo el consejo que nos dio Jesucristo: «Velad y orad para no caer en tentación» (Mateo 26,41), y resistir valientemente huyendo de la ocasión y de quien nos induce a pecar.
El consentimiento genera el pecado
Muchas veces no escuchamos las advertencias del Señor y consentimos el mal de la tentación. Faltamos contra Dios -contra su voluntad- quebrantando a sabiendas y voluntariamente la ley de Dios, pecamos y ofendemos a Dios.
Para cometer un pecado hace falta: a) que la cosa en sí sea mala (o se crea que es mala); b) saber que, si se consiente, es una ofensa a Dios porque va contra su voluntad; c) consentir en aquel mal -haciendo u omitiendo lo que se debe hacer- aun sabiendo que obramos mal y ofendemos a Dios tanto con el pensamiento o el deseo (pecado sólo interno), como con la palabra u obra (pecado también externo).