La cuestión de la fuerza de voluntad es más compleja y misteriosa. Veamos algunos ejemplos.
Era un muchacho de segundo curso, cuyo flaco era la gula. Nada podía dejarse a su vista, porque desaparecía en seguida en su estómago. En casa le regañaban continuamente, él también se avergonzaba de su debilidad, prometía cien veces la enmienda, pero en vano; en la primera ocasión propicia había en sus labios nuevos vestigios de mermelada. Llorando se quejaba a su madre: «En vano lo prometo, madre; no tengo voluntad.»
Y ¡caso interesante! El mismo joven se entrenaba diariamente algunas horas en los deportes más variados: corría hasta perder el aliento, saltaba como un corzo; lanzaba pesos, nadaba y, naturalmente, jugaba también al fútbol. Todo esto necesita enorme abnegación, mucho esfuerzo y perseverancia. Por lo tanto, sabía querer… si quería.
Otro muchacho era increíblemente perezoso. Soñoliento, sin interés, pesado; como si por sus venas en vez de sangre circulase horchata. No le gustaba estudiar; no solía jugar; en sólo pensar en la gimnasia se estremecía. Estaba sentado… y sentado junto a la mesa de trabajo. Y, sin embargo, también éste tenía voluntad. Pero tan sólo en una dirección. Puso toda su fuerza de voluntad en que nada lo desviara de esta pereza.. Por más que su madre le regañase, que su padre lo castigase, que se riesen de él sus compañeros, no le importaba. No se movía de su inactividad. Desplegaba verdadera fuerza de voluntad, fuerza tenaz, para no tener que abandonar su comodidad turca. También éste tenía voluntad… para seguir en la pereza.