
Cuando se cumplieron los ocho días desde su nacimiento, lo circuncidaron y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno.
A los cuarenta días del nacimiento lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Seños, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones.
En aquel entonces vivía en Jerusalén un hombre ya anciano, justo y temeroso de Dios que se llamaba Simeón. Como todas las personas piadosas esperaba y suplicaba por la pronta venida del Mesías.
A los cuarenta días del nacimiento se trasladaron a Jerusalén, para visitar el templo para la purificación de María y presentar el Niño al Señor.
Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, acudió al templo, encontrándose con José y María que llevaban al Niño en brazos. El anciano le pidió que se lo dejaran tener y María lo puso en sus brazos. Mirándolo dijo Simeón:
-Ya puedo morirme en paz. Mis ojos están contemplando la salud de todos los pueblos y la gloria de Israel.
Luego añadió con tristeza:
-Y a ti misma, una espada te traspasará el alma.
También pasaba por allí en aquellos momentos Ana, una anciana viuda de ochenta y cuatro años, que servía al Señor con ayunos y oraciones. Reconoció al Niño y habló con entusiasmo de él a todos los que esperaban la redención de Israel.
(Lucas 2, 21-39)
(Texto adaptado por D. Samuel Valero. Biblia infantil. Editorial Alfredo Ortells, S.L. Valencia. página 160)