La voz que Dios quiere oír es la voz nuestra, la de cada uno, salida de dentro del corazón, que es el que ora; pero quiere también reconocer en ella el timbre de su propia palabra. Por eso decimos que la fuente principal de la oración es la Palabra de Dios. En la Sagrada Escritura, es Dios quien nos habla -Cristo nos habla- y nos enseña a orar. El que lee la Escritura aprende a orar.
También la Liturgia de la Iglesia, que anuncia, actualiza y comunica el misterio de la salvación. Ahora es la Iglesia la que nos enseña a orar, y ora en nosotros y con nosotros.
Las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que se refieren directamente a Dios y nos comunican con Dios en un trato de oración continuada, cuando se viven.
Y los acontecimientos de cada día: el trabajo, la vida de familia, la amistad, el descanso…, son fuente de oración, ocasión de encuentro con Cristo porque, como confiesa San Josemaría Escrivá, «el tema de mi oración es el tema de mi vida».
A quién se dirige la oración
La oración litúrgica u oración pública de la Iglesia se dirige normalmente a Dios Padre, por mediación de Jesucristo, el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. La Trinidad, por tanto, en la identidad de naturaleza y distinción de personas, es el término de la oración de la Iglesia. La referencia a Dios Padre está clara, puesto que -como principio sin principio- es la fuente de la gracia y de todo bien. La mediación única de Jesucristo por su Santísima Humanidad la hemos aprendido de sus mismos labios y de San Pablo. Y la intervención del Espíritu Santo viene reclamada por cuanto se nos dice que «el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables» (que con palabras no se puede explicar) (Romanos 8,26).
De esta forma, la oración de la Iglesia es el patrón de la oración personal, para que discurra por ese cauce verdadero de la comunicación con Dios uno y trino; es decir, que la oración del cristiano se dirige a Dios Padre por medio de Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo. Va dirigida a Dios y sólo a Dios.
Pero, dada nuestra condición humana -y Dios así lo quiere porque ha participado la bondad de la causalidad a sus criaturas-, para llegar a Dios más fácilmente interponemos a los ángeles y a los santos- y de modo singular a la Madre de Dios con San José- para que presenten nuestras necesidades ante Dios. Contando siempre con que son mediadores secundarios, que nos ayudan a ir a Dios.
Rezar en comunión con la Santa Madre de Dios
Desde el episodio de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Juan 2,5), la Virgen actúa siempre lo mismo, llevándonos a Jesús. Por eso, aunque la mediación de Cristo es única -Él es el mediador-, Dios la ha querido asociar de modo estrechísimo a su obra redentora y la ha puesto como un cebo de amor para atraernos a Él. En consecuencia, rezamos a Dios y oramos por Cristo, pero María es también -por su ejemplo y por su actuación- un camino seguro de oración. El magnificat es un modelo de oración -desde la humildad- para agradecer las maravillas que Dios obró en Ella; y nosotros, con Ella, alabamos a Dios. Y además de rezar con María, acudimos a la Virgen para confiarle nuestras súplicas y alabanzas, siendo verdad que podemos orar con María y a María. También en esto anda pegada a su Hijo, y la silueta de la Virgen se ajusta a la de Cristo, de quien comenta San Agustín: «Pide por nosotros, como nuestro sacerdote; ora en nosotros, como que es nuestra cabeza; a Él dirigimos nuestras súplicas, como a nuestro Dios».