
Sucedió, después, que marchó a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar un difunto, hijo único de su madre, que era viuda, y la acompañaban una gran muchedumbre de la ciudad. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo:
– No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo:
– Muchacho, a ti te digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre. Y se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo:
– Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo. Esta fama acerca de él se divulgó por toda Judea y por todas las regiones vecinas. (Lucas 7, 11-17)
No es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los que se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.
(Pintura: Resurrección de Lázaro. FLANDES, Juan de. Museo del Prado. Madrid)