San Pablo escribe a los de Corinto: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, que lo habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido comprados a gran precio! Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6,15;19-20) En un mundo pagano, donde la castidad se despreciaba y ridiculizaba, San Pablo exhibe las razones para que el cristiano viva la castidad: es miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo y debe dar gloria a Dios también con el cuerpo.
Pero no sólo el cristiano, sino el hombre como tal, debe respetar su cuerpo -y el de los demás- cuidando con esmero la castidad en pensamientos, palabras, obras y deseos, si quiere vivir conforme a la razón. Dios ha marcado el camino de la dignidad humana en este campo con dos preceptos: el sexto, «no cometerás actos impuros», y el noveno, «no consentirás pensamientos ni deseos impuros», para el pleno dominio racional -interior y exterior- de la sexualidad.