Lección de Una medalla entre rosas

Un joven impío y libertino estaba gravemente enfermo de tuberculosis. Y lo que era peor en él es que sus pasiones le habían arrastrado al ateísmo. Conservaba a su madre, mujer muy cristiana, que hacía todos los esfuerzos posibles para evitar que su hijo muriera en pecado.

    Madre e hijo vivían en Roma. La madre estaba siempre atenta de lo que deseara. Sin embargo, aquel joven, cuando niño, amó entrañablemente a la Virgen, llamándola dulcemente: ¡Mi Madre! Pero el enfermo ya no pensaba en la Virgen. ¡Cuánto lloró aquella pobre madre por la salvación de su hijo! Y, sobre todo, ¡cuántas oraciones, dirigió a la Virgen!. «¡Madre mía -le decía-, Tú salvarás a mi hijo: que pase de mis brazos a los tuyos¡»

    Un día entró a visitar al enfermo un joven sacerdote, antiguo compañero de él, con el propósito de convertirlo. Pero el enfermo, nada más verle, metió la mano debajo de la almohada, sacó una pistola y le apuntó, dispuesto a disparar contra él y contra cualquier otro sacerdote que se le acercara.

    Llegó el 17 de mayo, día del cumpleaños del enfermo. La madre compró un precioso ramo de rosas, las flores preferidas de su hijo, y en un capullo metió una medallita con la imagen de la Virgen, envuelta en una cinta de seda. Aquella medallita se la había ofrecido a su hijo a cambio de la pistola, pero sólo obtuvo una rotunda negativa.

La madre puso primero el ramo de rosas en el altar de la Virgen, con la esperanza de que la Madre del Cielo cambiaría el corazón de su hijo. Cuando ella entró en la habitación, le dio a su hijo los buenos días y le felicitó cariñosamente, estrechándole contra su corazón. El hijo, emocionado, tomó el ramo de flores y besó las manos de su madre.

    Charlaron un rato madre e hijo. Después quedó solo el enfermo y quiso contemplar despacio las rosas. Las examinó con calma y vio en uno de los capullos un objeto brillante. Lo toma con prevención y al ver que era una medalla de la Virgen exclama emocionado: -¡Oh, la Virgen, que hermosa!» Y como arrastrado por una fuerza invisible la lleva a los labios y la besa con ternura y amor. Su corazón quedó totalmente cambiado. Su inteligencia se abrió otra vez a la luz de la fe. Oía una voz que le decía. «Yo soy tu Madre del Cielo.- Lanzó el enfermo un fuerte sollozo y rompió a llorar. La madre acudió sobresaltada a ver qué le ocurría y le oyó con inmenso gozo que había recobrado la fe perdida. Que amaba a la Virgen. Y el joven repetía: «¡La Virgen! :Que buena es la Virgen!»

    Y, caso extraordinario, a los pocos momentos, aquel enfermo, asistido por un sacerdote, moría serenamente entre sus dos madres: La Madre del Cielo y su madre de la Tierra.

   Por Gabriel Marañón Baigorrí

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