
Había entre los judíos un hombre, llamado Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo: Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él. Contestó Jesús y le dijo: En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios. Nicodemo le respondió: ¿Cómo puede un hombre nacer de nuevo siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Jesús contestó: En verdad, en verdad te digo si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que os es preciso nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo: ¿Cómo puede ser esto? Contestó Jesús: ¿Tú eres maestro de Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de los que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al Cielo, sino el que bajó del Cielo, el Hijo del Hombre. Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.
Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado, pero quien no cree ya está juzgado porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Este es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprobadas. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios. (Juan 3, 1-21)
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Las verdades divinas deben ser recibidas con la sencillez de un niño (sin la cual no podemos entrar en el Reino de los Cielos), para después ser meditadas durante toda la vida, y estudiadas con la admiración del que sabe que la realidad divina siempre supera nuestra pobre inteligencia.
(Pintura: Cristo en casa de Simón. BOUTS, Dieric the Elder. Museo Staatliche. Berlín)